Las lágrimas de sal

Verano de 2012.

Mañana de julio, muy calurosa.

Terminan las actividades de la mañana y es momento de llevar a Ricardo a su casa. Vive en la barriada del Cerrillo.

Es uno de los pocos lugares, junto a la valla de Melilla en los que he experimentado verguenza por mi país. Su origen procede del desmantelamiento del barrio de las 3.000 viviendas de Sevilla, con motivo de la Expo, para mostrar al mundo nuestra imagen más decorativa.

Bajo precio sugerente, se invitó a distintos ayuntamientos a que "compraran" su pack de familias para una presunta integracion. En este caso, una doble hilera de adosados en un extremo de la ciudad y  otra valla que, a falta de concertinas, está dispuesta con pilastras de 6 metros de altura de metal y separadas entre sí unos 20 cms para cumplir su función de que no puedan ser rebasadas ni pasando de canto al otro lado, donde un parque y las avenidas que conducen al Corte Inglés se tornan en brutal icono de la desigualdad en España.

Visitar el Cerrillo es nauseabundo. Vergonzoso. Indignante...

Allí vive Ricardo, amor común compartido por todas las generaciones de tricantinos que han pasado por aquí. Puedes preguntar al que quieras, su primera respuesta será una sonrisa. Incluso ha dado nombre al rinconcito del hall de entrada donde mostramos los proyectos de sensibilización.

En él se condensan las tragedias de la vida. Discapacidad intelectual, inmovilidad de cintura hacia abajo y haber nacido en el lado de la valla equivocado.

Las tragedias solo encontraron impedimento en un carácter jovial, picaresco, tierno y encantador que provoca una quiebra, casi existencial, llegado el momento, cada verano en la despedida.

Le pido ayuda, por la silla de ruedas, a dos de nuestros jóvenes. 17 años de entonces. Y me acompañan en el viaje.

Les advierto de que es muy distinto a lo que estamos, están acostumbrados...

Si cierro los ojos, vuelve el momento. Ambos llevaban la camiseta roja del campamento. No sabría decirte el color del pantalón.

Llegamos al Cerrillo. Con tímida torpeza intentan ayudar y les indico, en susurros, que a una mamá gitana se le da la mano y no se le besa, y que la hospitalidad de una familia gitana es un don sagrado, así que pasamos a su casa.

He de reconocer que lo que nos esperaba superaba mis expectativas. No sería capaz de describirlo... Miseria, limpieza en un lugar inhabitable... Para quien viene de Tres Cantos, un mundo que no se sospecha a tres horas de casa.

Hacen un esfuerzo por ser lo más amables y corteses posibles. Y lo hacen bien. Y terminada la visita, volvemos a casa.

Entiendo que por el impacto de la escena contemplada, ni siquiera se les ocurre sentarse delante conmigo, en el lugar dejado por Ricardo; y, cual improvisado taxista, les llevo a la parroquia. Miro por el retrovisor tratando de entender un profundo silencio. Me debato entre la posibilidad de que solo haya sido yo el impactado y que las bondades de Tres Cantos sean capaces de convertir de una forma tan agresiva el corazón en uno de piedra hasta haberlos dejado indiferentes. La otra alternativa es más dura, pero más esperanzadora: que el silencio sea su forma de empezar a elaborar un shock.

No es posible dictaminarlo en los 7 minutos hasta regresar a la parroquia. Todos están ya comiendo y nos sentamos para recuperar el retraso. Confuso por el significado del silencio advierto a otra catequista de que esté atenta.

Comenzamos a comer mientras intento perderme en las conversaciones intrascedentes para poner distancia, no solo física, de El Cerrillo. Mañana volveremos y ahora toca estar en la broma y la compañia, que también son de Dios.

Media mirada dirigida hacia ellos. Comen despacio y como forzados. Sentados enfrente cruzan una mirada. Debe transmitir la seguridad de que lo visto lo era y de que tiene sentido lo que se está sintiendo.

De uno de ellos escapa una lágrima. Y desata las de ambos.

Y nos vamos a dar un paseo para desahogar un sentimiento que el evangelio de Lucas describe con precisión para describir al samaritano frente a la frialdad del sacerdote y del levita: ellos "al pasar, lo vieron, pero dieron un rodeo"; el samaritano "al pasar vio... y sintió compasión".

Puedo revivir las frases de aquellos días como si se estuvieran pronunciando en directo con solo cerrar los ojos: "No es justo"; "Ellos viven en el mismo espacio del salón de mi casa"; "¿Por qué?"; "¿Qué va a ser de ellos cuando nos vayamos?".

Las frases fueron evolucionando. Al final de aquél Campo de Trabajo de 2012 se transformaron en promesas: "¡Volveré, Josema! ¡No sé cómo pero voy a hacer algo por ellos! ¡No se me va a olvidar!"

...

Han pasado cinco años... Paso ya de los cuarenta, tiempo suficiente como para haber presenciado este tipo de reflexiones en alto. Sagradas, esenciales... y efímeras.

He escuchado muchas promesas, compromisos emocionados cuyo destino final nunca pude contemplar....

Ayer el Campo de Trabajo volvió a regalar un instante por el que merecen la pena 100 ó 200 horas de trabajo, las que sean necesarias, reuniones, programaciones y raspar al descanso los excedentes para que sea posible llegar a tanto...

Sentado en la escalera del patio, pude contemplar cómo la casualidad hizo que volvieran a sentarse juntos para comer. Uno frente al otro. En la misma disposición. En una mesa que si no la misma, era muy parecida.

Y la visión detuvo el tiempo para provocar una profunda conexión entre los jóvenes de 17 años y los de 22, ahora, sentados en el mismo, patio, en la misma mesa...

Entonces, adolescentes en busca de su identidad. 5 años después, catequistas que obran el milagro para que otros 53 adolescentes puedan ver, como ellos, forjado el corazón.

Emocionado, doy gracias a Dios por aquellas lágrimas. No eran solo de emotividad adolescente. 5 años después, su servicio como catequistas estos días, las acreditan como lágrimas de sal, de la proclamada por el Evangelio... la sal que da la vida, la que no puede degradarse en sosa.

Tan necesitados como estamos de promesas que se cumplan, de compromisos sólidos y no arrebatables por el viento, que las lágrimas de un adolescente sean la promesa cumplida de que iba a haber un compromiso real y tangible por aquellos niños, es un canto a la esperanza.

Comentarios

  1. Nos ha emocionado especialmente esta entrada. Creemos que resume muy bien lo que supone este campo de trabajo para nuestros hijos e hijas. La pobreza educa y si la enfrentas directamente te cambia el corazón y por tanto la mirada. Nos agarramos a ese canto de esperanza y que una vez crecidos como mujeres y hombres lo sean para los demás. Es un privilegio, pero no por ello dejamos de agradecerte profundamente que les estés acompañando.
    Mapi y César

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